Fue necesaria una fotografía
(durísima, por cierto) para que el mundo se percatara de que existe un país
llamado Siria y que está bañado en sangre. Tardamos más de cuatro años; el conflicto
comenzó en marzo de 2011 y le ha costado la vida a más de doscientas mil
personas.
Pero ya, finalmente estamos
enterados. Podemos empezar, juntos, a plantear soluciones ¿No? Pues no.
Sucede un fenómeno curioso con
este tipo de tragedias: todo mundo lo siente en el alma, pero nadie hace por
encontrar remedios. Las muestras de apoyo abundan, el apoyo significativo es
inexistente. El e-Activismo tranquiliza nuestro sentido de culpa. Compartimos
la historia en redes sociales, firmamos una petición para que alguien más se
encargue del tema y luego volvemos a nuestra rutina sintiendo que hemos hecho
suficiente.
No recuerdo en dónde leí a una
doctora de la Cruz Roja que relataba su experiencia con una voluntaria
norteamericana en África. La chica pasaba el noventa por ciento del tiempo pegada
al teléfono, comía apenas lo indispensable de la cocina local y sólo una o dos
veces se animó a acercarse a los naturales del lugar (sólo los niños) para
tomarse algunas fotos. Imágenes que seguramente, decía la doctora, terminaron
en sus redes sociales para resaltar lo "buena" o "caritativa"
que era la muchacha.
El trabajo asistencial es una
tarea ardua que requiere preparación y vocación.
En el libro "Repensar la pobreza: Un giro radical en la lucha contra la
desigualdad global", Abhijit V. Banerjee y Esther Duflo se dedican a
destrozar diversos mitos sobre el asistencialismo. Pero para ello, han pasado
mucho tiempo estudiando con detenimiento cada problema desde una perspectiva
económica. Hablan de cómo el hambre y la desnutrición podría combatirse sólo
con comer mejor, no necesariamente más; de cómo las colectas de alimentos son
un caos logístico en el que se pierde más de la mitad de lo recolectado; de
cómo se combatiría el paludismo con más efectividad (y menos costo) repartiendo
mosquiteros, en lugar de medicamentos.
Pero nada de esto llega a una
sociedad que se desentiende luego de dar el clic.
Volvamos a Siria. Volvamos a las
trescientas cincuenta mil personas desplazadas de su país natal y con todo lo
visto hasta ahora, reconsideremos nuestra respuesta ante la tragedia: pedir a
los gobiernos del mundo que acepten a los refugiados.
En primera instancia no estamos
ayudando nosotros, estamos pidiendo que otro, el gobierno, ayude (con dinero
ajeno, además). El gobierno se vuelve, otra vez, el ente paternalista que carga
nuestras responsabilidades (porque sentimos la obligación moral de ayudar ¿verdad?)
Por otro lado, tratamos al
refugiado como mascota. Les arrancamos su dignidad mientras los vemos desde
arriba, porque nos llena el corazón sentirnos sus salvadores. Pero estas
personas, aunque desplazadas por la guerra, siguen siendo seres humanos
capaces, con talentos y dignidad.
Y en tercer lugar, preguntémonos
¿Por qué una persona tiene que pedir permiso para correr por su vida? ¿Con qué
derecho cualquier gobierno tiene que autorizar a nadie a tratar de reconstruir
su vida en otro lado?
Le hemos dado demasiada
importancia a los "líderes", al estado. Les hemos dado demasiado
poder. Y el poder es precisamente el origen del conflicto en Siria. Bashar
al-Asad, presidente del país árabe, comenzó el derramamiento de sangre por mantenerse
en él, los diferentes grupos rebeldes luchan entre sí por saber quién lo obtendrá
y el Estado Islámico entró al conflicto sólo por expandir el suyo.
Ahí sí, más que en cualquier otra
ocasión, podemos decir #FueElEstado