Hay dos maneras de alcanzar la etiqueta de buen gobernante:
La primera (y la ideal), es serlo a la derecha. Así de simple. Sin varitas mágicas, anteponer el bienestar de la ciudadanía, trabajar con la mente en el mediano y largo plazo atacando de el orígen de los problemas y no solamente los síntomas, siendo eficiente en la implementación de programas y servicios, todo esto mientras mantienes absoluta transparencia de las cuentas públicas (y las privadas). Gobernantes como estos pueden contarse con los dedos de una mano.
La segunda vía consiste en ser un extraordinario prestidigitador; una persona con el carisma para arrastrar la atención, el aplomo para mentir convincentemente y la inteligencia y habilidad para manejar tras bambalinas el delicado equilibrio en el que está montado todo el espectáculo. Este es el mago callejero que te roba el reloj y la cartera mientras eliges una carta. Creerás que fue un espectáculo maravilloso hasta que llegues a casa.
La etiqueta de “Buen Gobernante” le durará según cuanto tiempo pueda mantener el engaño y de qué tan conveniente sea para su sucesor que la tenga. A Juárez todavía se la cuelgan. A Salinas le duró mucho menos el gusto.
Aunque la historia moderna de México grita, de forma irrefutable, que la mayoría de los políticos nacionales se decantan por la segunda opción; soy optimista con respecto al futuro. La libertad de expresión, las comunicaciones de la era digital y las redes sociales, han demostrado que es cada vez más difícil mantener el engaño. La gente está mejor informada y hay mejores y más herramientas para desmentir a quien pretende engañar. Con el tiempo, la segunda opción dejará de ser viable, primero en los puestos de más visibilidad y sujetos a más escrutinios (como la presidencia) y luego en puestos de más bajo perfil, a través de la fotografía o el video de la burócrata prepotente o el diputado local que se quedó dormido.
En lo que esa transformación sucede, sin embargo, nos tocará vivir una triste transición: la de la ineptitud. Políticos y gobernantes que, acostumbrados a ser medianamente hábiles en la segunda vía como para prosperar mientras no sean el centro de atención, de pronto se verán sorprendidos sujetos a un escrutinio público al que no saben cómo reaccionar. Es el caso, creo, de Enrique Peña Nieto.
Peña es un político de la segunda vía que está completamente fuera de su elemento, excedido por la situación que lo rodea. Llegó a la presidencia con aires de estadista, a poner en marcha reformas que creímos que jamás veríamos en México y a recoger elogios de organismos y personalidades internacionales. Pero a pesar de todo su esfuerzo, la inercia de sus reformas sólo le dió para dos años. A la hora de entregar resultados o poner en marcha los acuerdos el gobierno de Peña se vio torpe, lento, incapaz.
Su cuarto informe de gobierno fue una sinfonía de verdades a medias, cifras convenientemente maquilladas y mentiras completas o declaraciones incomprobables dichas frente a un grupo de jóvenes a modo y poco preparados para cuestionarle (¿Cómo formulan preguntas puntuales sobre un Informe que no han leído?)
Si no me cree, o aún no lo ha hecho, lo invito a que se pasee un momento por el maravilloso trabajo que Animal Político realizó para desmenuzar, hacer accesible y verificar la validez de dicho informe.
Sin nada de su gestión que valga la pena, la administración de Peña está especialmente vulnerable a los golpes mediáticos, como los de su tesis, la casa blanca, el departamento “prestado” a su esposa, entre otros. El manejo de esas crisis también ha dejado mucho que desear.
Falta de voluntad y de carácter para tomar la opción de hacer las cosas bien. Insuficiente habilidad para capotear el temporal y al menos dar la idea de progreso mientras oculta sus transas. Y como puñalada final, cinismo suficiente como para decirnos que “Lo bueno no se cuenta”, como si el error del mago fuera culpa de la audiencia.
Ni estadista, ni prestidigitador. Lo de Peña es ineptitud por todos lados.
Muy cierto
ResponderBorrar