Empecé a ver con mi familia una nueva serie en Netflix. Se llama “Designated Survivor” y su premisa es bastante interesante. El día del discruso anual del “State of the Union” (el equivalente norteamericano a nuestro informe de gobierno presidencial) un ataque terrorista en el Capitolio mata a todos los presentes: el congreso, el presidente y a todo su gabinete, con excepción de uno de los miembros menos valorados del mismo: el Secretario de Vivienda y Desarrollo Urbano de los Estados Unidos, Tom Kirkman.
Siguiendo todos los protocolos legales establecidos en la Constitución estadounidense, Kirkman toma protesta y se vuelve el nuevo presidente de los Estados Unidos de América, con las mismas facultades y prerrogativas que un presidente electo. Lo curioso es que, mientras lidia con la crisis internacional y las consecuencias de un atentado tanto o más devastador que el de aquel fatídico 11 de septiembre; se enfrenta también a un problema interno con el que jamás esperaba toparse. Hay gente al interior de su nación que cuestiona su posición y su legitimidad. Las cosas de inmediato se tornan mucho más difíciles y desde ahí se desprende todo el drama de la serie.
Pasemos de la fantasía a la realidad y cambiemos de hemisferio. Hoy Venezuela se enfrenta a una de las crisis de legitimidad más profundas en muchos años de dictadura de facto. Como el presidente de la serie, Nicolás Maduro de pronto está en el asiento del piloto en un avión donde los controles no responden con precisión, están atascados, o reaccionan con retraso; con la pequeña gran diferencia de que ha sido él, y no las circunstancias, quien se ha encargado de minar su autoridad frente a su población y frente al mundo en base a decisiones incomprensibles y declaraciones desafortunadas.
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Aunque la debacle comenzó desde que asumió la presidencia en 2013, sin poder realmente llenar las botas de Chávez ni tener su mano izquierda para afianzarse del poder. Los golpes más claros han llegado a partir de diciembre de 2015, cuando la oposición se hizo con el control (mediante una elección democrática) de la Asamblea General (el parlamento unicamaral de Venezuela).
Maduro nunca supo tratar con este nuevo poder político que se le oponía y en lugar de aceptar la voluntad de la población y construir con la nueva Asamblea, se ha dedicado a entorpecer su labor de legislar, pero sobre todo de designar y apropiar recursos y de fiscalizar.
A través del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), se apresuró a impugnar a cuatro legisladores por supuesto fraude en los comicios con los que fueron elegidos. La Asamblea los juramentó de cualquier forma y de ahí se agarró el tribunal para señalar al poder legislativo como “en desacato”. Así han estado desde entonces, en el estira y afloja legal, hasta que la semana pasada una disputa por las capacidades constitucionales del presidente resultó en la dos sentencias. Usando el desacato como excusa, el TSJ se apropiaba de las funciones de la Asamblea, desmoronando la separación de poderes en Venezuela y sumiéndola en una profunda crisis institucional.
El presidente Maduro, desde una posición de fuerza, intentando afianzar su posición, ha acabado por desestabilizarse más que nunca. El (ficticio) presidente Kirkman, a pesar de estar sostenido con pinzas, poco a poco va solidificando su posición y ganándose el apoyo de la población y su equipo, sólo en base a hacer bien su trabajo.
Personajes distintos, actitudes distintas; y una lección importante para todos los que tienen en sus manos la tarea de dirigir cualquier grupo: Puede más un trabajo bien hecho que todas las argucias políticas del mundo.
Ojalá lo entendieran en Los Pinos y en San Lázaro.
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