Volvió a estallar el conflicto en Tierra Santa.
En realidad no, no puede llamarse un “reinicio” a algo que jamás se ha detenido. El conflicto Palestino-Israelí es de largo aliento, se arrastra desde hace por lo menos tres cuartos de siglo y sólo vuelve a las primeras planas cuando un chispazo llama la suficiente atención de cámaras y reporteros.
El juego de la “chispa” cada cierto tiempo permite a unos y a otros apostarle al interés pasajero y a la corta memoria de occidente. Poner al frente y al centro los ataques terroristas de Hamas del sábado pinta al estado de Israel como la víctima y justifica cualquiera de sus acciones en represalia. Pero borra y minimiza la larga y sangrienta historia entre estas dos naciones.
Por ejemplo, en varias ocasiones este año, cientos de fuerzas israelíes llevaron a cabo incursiones militares en la ciudad palestina de Jenin. Esto porque, en enero, un palestino mató a siete personas frente a una sinagoga en Jerusalén Este. En 2022, luego de una serie de ataques terroristas en ciudades israelíes, las fuerzas israelíes mataron al menos a 166 palestinos en la Cisjordania ocupada. En mayo de 2021, la policía israelí allanó la mezquita de Al Aqsa en Jerusalén, el tercer lugar más sagrado del Islam, lo que desencadenó una guerra de 11 días entre Israel y Hamás que mató a más de 200 palestinos y más de 10 israelíes.
¿Ve cómo no es tan fácil condenar a uno u otro?
Tampoco estaría bien retratar el conflicto como eterno, o de naturaleza religiosa. Lo hace parecer intratable de una manera en la que no lo es. Esto se trata de tierra, simple y llanamente.
En 1917, el gobierno británico, con la esperanza de ganarse el apoyo del pueblo judío contra el Imperio Otomano, durante la Primera Guerra Mundial, emitió la Declaración Balfour, prometiendo, cito, "El establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío". Mala cosa es, sin embargo que dos años antes (en 1915) ya habían prometido al gobernante de La Meca, Sharif Hussein, que gobernaría un Estado Árabe que incuyera Palestina si encabezaba una revuelta árabe contra el dominio Otomano. Al final, no hicieron ni una ni otra. Después de la Gran Guerra los británicos se quedaron con Palestina como una colonia, con la idea de gobernar hasta que los palestinos estuvieran “listos para gobernarse a si mismos”, estableciendo instituciones separadas para cristianos, judíos y musulmanes, dificultando la cooperación entre los habitantes del territorio. “Dividir y gobernar”.
Palestina, el territorio, no llegó a ser independiente sino hasta después de la Segunda Guerra Mundial, con dos Estados (Israel y la Palestina árabe) cuyas fronteras parecían un rompecabezas, establecidas a través de un comité de la ONU que seguramente sintió que había resuelto el problema. Pero como puede imaginar, no fue así. Poco después de que se anunciara el plan, estalló la inteligentemente llamada Guerra Árabe-Israelí de 1948, con Israel de un lado y los palestinos y muchos Estados árabes del otro. Los israelíes ganaron, y cuando se firmó un armisticio en 1949, Israel ocupó un tercio más de tierra de la que habría tenido según la propuesta de la ONU.
Y desde entonces, hace más o menos tres cuartos de siglo, la cadena de violencia continúa entre dos estados que no reconocen la legitimidad del otro.
Para Palestina, al pueblo palestino se le ha negado un Estado no sólo desde la formación de Israel, sino también durante décadas antes, y ahora vive bajo lo que equivale a una ocupación militar. Y todo eso es verdad.
Para Israel, el pueblo judío claramente necesita una patria, que fue establecida por las Naciones Unidas. Y ciertamente no son el primer Estado nación que consolida y aumenta su territorio mediante una victoria militar. Y necesitan proteger a su nación contra las numerosas amenazas activas formuladas contra ellos por sus vecinos. ¡Eso también es cierto!
Para que las visiones nacionales tanto sionistas como palestinas finalmente funcionen, es necesario comprender el derecho de cada uno a existir y la legitimidad de su narrativa histórica. Pero estos problemas no tienen miles de años y no son intratables. Tienen un claro origen en el Período Mandatario Británico.
Condeno a ambos lados del conflicto por igual. Condeno el orgullo humano y el ansia de poder y condeno la cerrazón y la incapacidad (o el desinterés) de los gobernantes de ambos lados por encontrar vías que lleven a la total integración y a la paz.
El precio ha sido la sangre de miles de civiles que han derramado sangre sin deberla ni temerla. Esperemos, sin embargo, que comprender que esto no es una guerra religiosa interminable, nos permita acercarnos un poquito más a la solución y al fin del conflicto.
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