El Senado de la República aprobó este lunes la Ley General de Amnistía, una iniciativa con la que pretende regresar a las calles a más de cinco mil personas que supuestamente están en prisión de manera injusta.
La ley, en el papel, suena razonable. Es cierto que México tiene una sobrepoblación carcelaria grave y es cierto que hay centenares de personas a las que no se les respetó su derecho al debido proceso. No rechazaría, a botepronto, la liberación de personas encarceladas por el delito de aborto, o los llamados “presos políticos”, por ejemplo.
Desafortunadamente, la ley no existe en una burbuja y debe ser evaluada en su contexto. Ahí es donde las cosas se tuercen.
En primer lugar, la ley no soluciona nada de fondo y por lo tanto es un feo parche, una solución temporal, en el mejor de los casos. Las causas que llevaron a delinquir a las personas beneficiarias de la amnistía siguen ahí. La falta de apego a derecho y al debido proceso por parte de las autoridades judiciales y policíacas sigue ahí. La influencia e injerencia de los grupos criminales entre la población vulnerable sigue ahí. Así que sí, aunque el Senado insista en que las acciones de estas personas “no ponen en evidencia la intención de volver a delinquir”, la realidad es que el tablero está cargado en su contra.
Segundo, no hay confianza en el proceso de criba para elegir quienes salen y cómo van a distinguir a esas personas “obligadas a cometer delitos contra la salud, posesión y tráfico de drogas”. Toda la redacción me suena bastante a darle un salvoconducto a los pequeños traficantes y distribuidores de los cárteles para que vuelvan a las calles. Esto, en un contexto en el que apenas el mes pasado (Marzo) fue el más violento de la presente administración (3,078 asesinatos, de acuerdo con las cifras del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública), pues como que no me cuadra.
Tercero, la justificación para presentar la legislación fue la necesidad de evitar contagios y aglomeraciones en los penales con motivo del COVID-19. Pero la obligación del Estado es tener un sistema de prisiones digno y salubre y su incapacidad para proveerlo no justifica condonarle sentencias a nadie. En ese entendido, la ley se antoja más como un intento para correr una cortina frente a su propia incompetencia y la terrible situación de las cárceles mexicanas, que una preocupación real por los reos. Liberar cinco mil personas de una población que ronda los cientos de miles, son cacahuates. La reforma, si se considera indispensable, debería ir sobre el sistema penitenciario con la intención de mejorarlo; no para exonerar sentencias individuales.
Cuarto (y esta no es tanto una queja de la ley, sino de su contexto), ¿por qué la población carcelaria, así sea culpable de un delito menor, tiene preferencia sobre el resto de los mexicanos que respetan la ley? En medio de la peor crisis sanitaria desde la gripe española y a las puertas de la peor crisis económica desde la Gran Depresión, lo realmente urgente era un Plan de Emergencia integral que salve empleos y ponga por delante la vida y el sustento de los más de 120 millones de mexicanos libres. Los residentes de las cárceles no suman ni el 0.5% de la población general y sin embargo, la bancada de Morena y sus partidos satélites no quisieron discutir nada más que esto.
En fin, el gobierno tiene prioridades, compromisos que hay que pagar y que esta ley desnuda y permite entrever. La ley aprobada es cuestionable, ilógica desde muchos puntos de vista. Cuando la misma autoridad está parchando y remendando constantemente la ley para su propio beneficio. ¿Cómo esperamos que el ciudadano de a pie la cumpla cabalmente?
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