miércoles, 25 de agosto de 2021

Afganistán

 

No soy ningún internacionalista. Mi poco o mucho conocimiento en política nacional y la lectura de sus acontecimientos deriva de años de observación y seguimiento a lo que acontece en el escenario mexicano. Como no sea parcialmente y únicamente de Estados Unidos, por su obvia cercanía con nuestro país y su importancia en la palestra global, no he tenido esa disciplina en ámbitos internacionales.


Habiendo dicho esto, me parece importante tratar el tema de Afganistán. La nación del Oriente Medio acaparó reflectores cuando se anunció que finalmente Estados Unidos terminaría su intervención militar y retiraría sus tropas de suelo afgano. Luego su presencia se volvió aún más preponderante cuando la anunciada retirada fue un absoluto desastre, los talibanes recuperaban cada pueblo, ciudad y aldea que los norteamericanos dejaban atrás y circularon en internet los videos de cientos de afganos desesperados por subirse a cualquier avión que pudiera sacarlos del país.

Lo que debió ser un momento de triunfo, de misión cumplida y de paz, terminó metiendo a toda la región en la incertidumbre y dando la impresión de que se habían tirado veinte años de cruento conflicto para volver al punto de partida. Y da esa sensación porque, bueno, eso es exactamente lo que sucedió.


La intervención militar en Afganistán se dio como respuesta visceral a los atentados del 11 de Septiembre de 2001 y marcó el inicio de lo que entonces se llamó “La Guerra contra el Terrorismo”. Iniciarla fue un error, pero se hubiera requerido a un estadista con extraordinaria visión para encauzar a una solución más constructiva a un pueblo norteamericano herido y exigiendo represalias contundentes. George W. Bush no era ese estadista, así que los norteamericanos terminaron poniendo “botas en la tierra” en Oriente Medio. 


El objetivo inicial de la intervención era el exterminio de Al Qaeda, la detención de su líder y garantizar que el país afgano no pudiera ser utilizado como plataforma y punto de lanzamiento de actividades terroristas. Al pasar el tiempo, sin embargo, esa claridad se fue perdiendo. La guerra comenzó a costar vidas. Las tácticas de guerrilla del enemigo y el terreno agreste transformaron la que se suponía sería una operación militar limpia y breve en un conflicto poco convencional, largo y tedioso. 

Llegados a este punto, a Estados Unidos lo que le convenía era minimizar sus pérdidas, conseguir alguna victoria que pudiera presumir en casa para dar por cumplido el objetivo y retirarse. No funcionó así. Incluso la muerte del autor intelectual de los atentados que detonaron el conflicto, Osama Bin Laden, que se vendió como una gran victoria norteamericana, no funcionó para darle carpetazo final al asunto. La administración de Obama tuvo entonces todas las herramientas para poner una palomita al lado del pendiente, decir “ganamos” y retirarse con la frente en alto. Pero decidió no hacerlo.


A partir de ahí, la cosa se enturbia. ¿Qué estaban haciendo ahí las tropas estadounidenses? Se había alcanzado el objetivo punitivo previo, pero continuar bajo la vaga excusa de “acabar con el terrorismo” derivó en que cada líder militar o civil de la fuerza de ocupación tuviera su propia definición de lo que se pretendía. Y esa imprecisión o vaguedad les costó por lo menos diez años de “guerra” adicionales. Los norteamericanos estaban en el peor de los escenarios, con las tropas desplegadas y en la línea de fuego, pero sin un objetivo específico, medible, razonable en su alcance y un calendario claro. 


Cui bono. ¿Quién gana? ¿Quién se beneficiaba con la prolongación del conflicto? Argumentaría que las cadenas de suministro del aparato militar tuvieron una fuerte movilización política para prolongarlo. Era un buen negocio. Estados Unidos por si mismo constituye el 36% del gasto militar mundial. Pasó de gastar 370 mil millones de euros en 2001 a poco más de 650 mil millones en 2019. Es dinero que se inyecta en la economía a través de una larga cadena de contratistas y proveedores que generan empleos directos e indirectos. Con la prolongación de la guerra, los dueños de los negocios que fabricaban suministros al ejército se hacían ricos y el gobierno se aseguraba de que al menos una porción importante de la economía permaneciera activo.


Celebro la salida de Estados Unidos de Afganistán. No es suya, ni debe adjudicarse, la labor de ser la policía del mundo, o de “construir democracias aliadas” o de “garantizar los derechos” de la población de otras naciones. La intervención militar en Afganistán nunca debió ocurrir y no estaba justificada. Aplaudo la valentía de la actual administración de asumir el costo político de una retirada, pero me parece que la planeación y ejecución de la misma fue absolutamente terrible.

El asunto tiene muchísimas aristas, y en definitiva no es una foto nítida en blanco y negro como el clima político polarizado quiere hacernos pensar. Las consecuencias geopolíticas de esta decisión tampoco tardarán en aparecer, con Rusia y China probablemente incrementando su influencia en la región. Habrá que esperar y ver.





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