miércoles, 26 de agosto de 2015

Lo que podríamos hacer dentro.

Algunos días antes de las elecciones vi un cartón en el periódico. El caricaturista (Paco Calderón, me parece) representaba a Luis Videgaray y a Agustín Carstens , sosteniendo una pesada losa con la inscripción "Devaluación" (o algo parecido) sobre un tembloroso personaje flacucho de piel morena, bigotes a la Cantinflas y ropa de manta con el que representan al grueso de la población del país. "En cuanto pasen las elecciones, se la dejamos caer" le decía el Secretario de Hacienda al Gobernador del Banco de México.

Tristemente el cartonista tuvo voz de profeta. El gobierno de Enrique Peña Nieto recibió el país en diciembre de 2012 con un tipo de cambio de 12.91 pesos por dólar. Y aunque su prometedor inicio consiguió acortar distancias a 12.05 pesos para mayo de 2013, eso sólo hace más sorprendente el tremendo retroceso de nuestra moneda sobre la del país vecino. En tan sólo un año  la moneda pasó de 12.96 (julio de 2014) a 15.9 (julio de 2015), aumentando casi la cuarta parte de su valor.

Por lo que he leído, mucha de esta volatilidad tiene que ver con factores externos, sobre todo el súbito freno de la economía China (que ha tenido que devaluar su moneda de manera intencional, para seguir resultando atractiva a inversionistas) y la perspectiva de un alza de las tasas de interés en Estados Unidos (que hace más atractivo para los capitales volver al dólar). Si a eso le sumamos la devaluación del precio del petróleo, del que nuestro país depende, nos encontramos a las puertas de la tormenta perfecta.

México vive en un mundo globalizado y con economías cada vez más dependientes unas de otras (pregúntenle a la Unión Europea y a Grecia) Por eso no le falta razón a quién dice que estamos como estamos por culpa de factores externos. Pero sería también necio lavarnos las manos con tan  generosa lectura, porque independientemente de lo que pase afuera, parece que a México siempre le toca la varita más corta. Ocurrió en 2008, cuando a E.U.A. le fue mal y ocurre ahora, cuando le está yendo bien. Tiene que haber algo subyacente, algo que estemos haciendo mal.

Esta semana, me cayó la respuesta en forma de dos notas periodísticas. La primera, la declaración de Virgilio Andrade negando cualquier conflicto de interés entre la Gaviota, Videgaray y la "Casa Blanca" y la segunda una declaración del coordinador del PRI en el Senado; Emilio Gamboa, respecto a no permitir a los empresarios aumentar los precios por el súbito incremento en el valor del dólar.

La declaración de Virgilio Andrade no se la cree ni él mismo y han salido a la palestra incontables evidencias de que el titular de la Secretaría de la Función Pública no cumplió cabalmente con su obligación. Su informe contiene inconsistencias y según El Economista, pudo haber ido más lejos en sus indagaciones. Pero es la excusa perfecta para que Presidencia y Gobernación den carpetazo a un asunto del que ya no quieren que se hable más.
El problema es que esta escapada al vapor deja más dudas que respuestas y contribuye a generar desconfianza, tanto entre la ciudadanía, como entre posibles inversionistas externos. Nadie quiere meter dinero en donde impera la corrupción. La misma SFP, responsable de coordinar, evaluar y vigilar el ejercicio público del gobierno federal, permaneció sin secretario hasta que la presión obligó a Peña a nombrar a Andrade. Creo que eso refleja el nulo compromiso que tiene el gobierno en turno con la transparencia.

Por otro lado, la desafortunada declaración del PRI en el Senado es también ejemplo de otro cáncer que tenemos en México y que nos impide crecer: el gobierno tiene puesto el pie sobre la iniciativa privada. El control de precios bien puede acabar con una economía. Si el producto deja de ser rentable para el empresario, este se deja de vender, de producir, porque no hay incentivo para ello. Y se ha demostrado, como en el caso de Venezuela, que sin cuidado puede llegar a escasear hasta el papel higiénico.


Más que buscar al culpable afuera, habría que ver qué podemos hacer dentro para tener una economía que valga la pena y no que se desmorone al primer signo de problemas.

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