miércoles, 28 de septiembre de 2016

Miedo a la Realidad




Como parte del programa del MBA del ITESO, este semestre estoy cursando una materia que lleva por título “Economía, Industria y Estrategia” y hace algunas semanas, en la tercera sesión del curso, trajeron como profesor invitado a Sergio Negrete; doctor y maestro en economía por la Universidad de Essex, con experiencia laboral en el Fondo Monetario Internacional y como académico en Oxford.


Su ponencia, “La Importancia del Desarrollo Económico” fue un viaje de tres horas para tratar de explicar el complejo entramado de relaciones causa-efecto que detonan el crecimiento (o las crisis) en un país determinado y que ha marcado enormes diferencias entre las llamadas potencias y las economías emergentes.


Para concluir la charla, el Dr. Negrete citó a Robert Solow (Premio Nobel, 1987):
“...Da la impresión de que es bastante fácil incrementar el crecimiento en el largo plazo. Sólo reduce los impuestos al capital aquí, o elimina una regulación ineficiente allá y la recompensa es un fabuloso y eterno crecimiento [...] Pero en la realidad es muy difícil conseguirlo, y cuando sucede [...] la razón puede permanecer un misterio incluso analizando el caso en retrospectiva”

Robert M. Solow
Me pareció una declaración muy humilde, viniendo de un Nobel de Economía, de un hombre que ha dedicado toda su vida a estudiar y tratar de entender la materia. Pero luego me quedé pensando que es exactamente el tipo de respuesta que debería dar una mente científica, una mente que entiende que el camino andado y los méritos acumulados no significan, en el gran esquema de las cosas, más que el punto de partida para las próximas generaciones. Es la respuesta de una mente ansiosa por seguir adelante y descubrir qué hay más allá de lo que se ha descubierto.


Días más tarde navegando por mis redes sociales, me encontré con una imagen que presentaba dos planos terrestres exactamente iguales, con algunos países de Norteamérica y el norte y occidente de Europa marcados con un color distinto. Encima de uno de los mapas se leía “Países con mayor desarrollo económico”, encima del otro “Países con población mayormente atea/agnóstica”. La imagen implicaba que había una correlación directa con el número de personas ateas/agnósticas y el progreso económico.


No sólo la tesis presentada es un absurdo de descomunales proporciones (la ciencia económica menciona primero a la circunstancia geográfica y climática de un país como factor para su desarrollo, antes que a las creencias religiosas de sus habitantes) sino que la información presentada como evidencia es falsa: católicos y protestantes, constituyen más del 60% de la población en Estados Unidos; fieles de diferentes variantes del catolicismo son mayoría en el Reino Unido y en Francia, las cifras más conservadoras señalan que hay más o menos el mismo número de cristianos que de ateos.


El contraste entre la actitud categórica de quien compartió la imagen (aunque evidentemente no verificó los datos) y la actitud humilde del Premio Nobel (que tenía la experiencia de toda una vida como respaldo) me hizo muy evidente otro factor que nos mantiene rezagados como país. Somos sorprendentemente dogmáticos.


Tenemos la tendencia a casarnos con una opinión o postura que nos conviene y luego acomodar la evidencia para apoyar nuestra posición, a veces ignorando realidades duras. Por ejemplo, el discurso de los organizadores de la marcha por los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, es que los normalistas son mártires del estado. Eligen ignorar que dichos personajes, supuestos estudiantes, fueron detenidos en un camión secuestrado en trayecto a una manifestación que en nada les atañía.


Casados con una verdad dogmática, cualquier intento por cuestionar se convierte en un ataque personal. Si no estás conmigo, estás contra mí; eres un Peñabot-Pejezombi vendido al sistema y no mereces ni mi tiempo.


Quizá tenemos miedo de aceptar la realidad como es, con sus complejidades y sus matices. Pero es necesario, porque a través de esa apertura logramos romper los paradigmas en los diferentes ámbitos de nuestras vidas que  detonamos el progreso de la civilización, la cooperación, la empatía.

Ojalá en México pudiéramos dejar de lado nuestros dogmas intelectuales, nuestras ideas monolíticas e inflexibles, y procuráramos ser un poco más moldeables, con esa apertura de mente que todo mundo exige pero nadie parece dispuesto a ofrecer.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

La oportunidad de la impopularidad.

Imagine usted por un momento que ocupa los zapatos de Carlos Pérez Verdía Canales, Coordinador de Asesores de Enrique Peña Nieto. Su labor principal es proveer al presidente de consejo experto y bien intencionado, ya sea propio o de alguno de los veinticuatro colaboradores que integran su equipo de trabajo. Prepararle para cada aparición pública, darle la información relevante y mantenerlo sensible y en contacto con las necesidades y sentir de la población son también parte de sus funciones.

Ocupa el cargo desde el pasado 2 de mayo, es decir, hace apenas cuatro meses y medio; pero la inercia de mala imagen que arrastra su patrón es una aplanadora que sigue ganando velocidad semana a semana y a la que hay que ponerle freno con urgencia. Hoy por hoy, la persona que lo contrató para cuidar su imagen tiene una paupérrima aprobación del 23%.

No está fácil. Nada de lo que ha intentado parece funcionar y los ataques no cesan. Nadie pareció notar que The Guardian pidió disculpas por la investigación del departamento en Miami prestado a la primera dama. El nuevo formato del informe de gobierno, diseñado para mejorar la imagen del presidente entre los jóvenes, resultó en un bodrio infumable que lució preparado y rígido. Los recortes en sectores prioritarios en el presupuesto para 2017 significaron munición para sus enemigos políticos y causaron descontento.  Incluso el premio al Estadista del Año otorgado por la Foreign Policy Association ha sido objeto de masivo pitorreo.

Démosle también el beneficio de la duda y supongamos, (porque queremos creer lo mejor de usted y de los 203 mil pesos que mensualmente se embolsa) que no le está jugando una cruel broma a Don Enrique y realmente le interesa pulir su imagen. ¿Qué haría usted?

A mi parecer, situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas. Si la población en general lo identifica como un político corrupto, proteccionista y títere de viejos intereses partidistas y de la estructura del viejo PRI; dele un vuelco a la mesa. Vuélvase justo contra esa clase política con la que lo identifican.

Promueva iniciativas como la abolición del fuero, la eliminación de los diputados plurinominales, la reducción de salarios y beneficios de Diputados y Senadores y de sus enormes séquitos que “trabajan” con ellos. Desafíe a los sindicatos, encabece una cruzada por un gobierno más esbelto, menos burocrático y aplíquese en la implementación del Sistema Nacional Anticorrupción. De cada victoria, anuncie con bombo y platillo el ahorro que representa y deje a la población sentir ese beneficio eliminando impuestos, robusteciendo los servicios de salud y educación, o reduciendo obligaciones para los pequeños empresarios.

“¿¡Y de dónde voy a sacar el capital político!?” preguntará. “Reformas como esas jamás van a tener el visto bueno del Poder Legislativo” Yo le respondería: No pregunte, coaccione. Use la pésima percepción del público y la amenaza de 2018 como palanca para mover al mundo. El PRI y su incondicional aliado, el Verde, controlan justo la mitad de la Cámara de Diputados y el 48% de la Cámara de Senadores. Si se organizan, pueden.

Recuérdeles que la coalición viene de recibir un duro golpe de realidad en las elecciones intermedias, donde perdió estados que eran históricamente bastiones priistas; que la mala imagen del presidente les está afectando y que a todo el partido le conviene recomponerla.

Métales miedo y deles una solución. A casi dos años de distancia el PAN ya perfila a Margarita Zavala o a Ricardo Anaya como presidenciables. Andrés Manuel lleva todo el sexenio en campaña. Y mientras tanto el PRI no tiene a nadie con el carisma y la capacidad de arrastre como para ser su caballo negro de la contienda. Eso se puede resolver: Denle la Coordinación de Bancada a un PRIista medianamente joven y con encanto. Déjenlo salir en televisión, que acapare los reflectores explicando las iniciativas y sus beneficios, háganlo quedar como aliado del presidente, como la dupla héroe y artífice de tan positivos cambios y encarrílenlo para ir por la grande en 2018.

Si ganan, bien por ustedes. Si no ganan, por lo menos el descalabro no será tan crítico. En cualquiera de los dos casos, ayudarán a remover lastres que le han impedido a México crecer como debiera. La oportunidad está ahí, no creo que se repita en largo tiempo.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

(Re)definamos "Derechos"

Nuestra inteligencia es lingüística. Hay una relación directa entre el dominio del lenguaje y la capacidad de estructurar pensamientos complejos. Entre las palabras que conocemos y cómo interpretamos el mundo. Las palabras nos permiten “capturar”, en sentido figurado, conceptos abstractos como democracia, alegría o matrimonio y definirlos con suficiente claridad como para comunicarlos a otros. Sin la comunicación y el intercambio de ideas, la sociedad se estanca.


Requisito indispensable para este intercambio de ideas, sin embargo, es que las palabras tengan conceptos claros. Que la palabra que yo use para escribir, tenga para mis lectores el mismo significado. Esto, sorprendentemente y aunque tengamos a una institución como la Real Academia de la Lengua, no es una condición que se cumpla siempre en política; ámbito en el cual se hace de torcer las palabras un deporte.


Concretamente, hablo de la palabra “Derechos” que con tanto fervor se repite hasta el cansancio en discursos y arengas para referirse a algo que debe ser nuestro (o de quien posea el susodicho “derecho”) casi por designio divino. Tú tienes el “derecho” a la educación; tú tienes el “derecho” a la salud, tu tienes “derecho” a un salario digno, a tal o cual apoyo. Nos insulfan la idea de que, lo que sea que vayan a hacer, proponer o decir, era algo que se nos había arrebatado; algo que nadie debía quitarnos y ellos, como héroes, van a devolver al “pueblo bueno”.


Pero ¿qué es, concretamente un derecho? ¿y que conlleva tener uno?
El Diccionario de la Real Academia Española. define la palabra como:

11. m. Facultades y obligaciones que derivan del estado de una persona, o de sus relaciones con respecto a otras. ej. El derecho del padre. Los derechos humanos.


Derechos, dice la RAE, es un conjunto de facultades y obligaciones. Con las primeras tres palabras de la definición echan por tierra el discurso político populista. Continúa la entrada mencionando que los derechos derivan del estado o las relaciones de una persona, lo que automáticamente significa que no todos tenemos los mismos.  


¡Pero espera! Dirá alguno de mis tres lectores ¿Entonces, a qué sí tengo derecho? La definición del diccionario no nos lo dice. Sin embargo, en el diccionario de Google encontré una que sí puede servirnos de referencia:


6. nombre masculino
Condición de poder tener o exigir lo que se considera éticamente correcto, establecido o no legislativamente.


La ética, rama de la filosofía que estudia la bondad, o la maldad intrínseca del comportamiento, es una luz de contraste interesante bajo la cual analizar los derechos y verificar si realmente lo son.
Los primeros, por ejemplo, el derecho a la vida, el derecho sobre el propio cuerpo, la autodeterminación y la libertad son claramente derechos. La ética estudia la acción humana realizada en racional libertad, que es imposible sin todos los requisitos antes mencionados.
El derecho a la propiedad, a que la persona goce de lo que con sus medios y esfuerzo ha conseguido también es un derecho ético. Una actividad productiva, mientras no dependa de.dañar a los demás es intrínsecamente buena.


Es a partir de aquí que, creo yo, el camino se vuelve más escabroso. Educarse engrandece el espíritu; amplíar los horizontes y buscar la mejora personal es indudablemente ético. Todo mundo tiene el derecho de buscar su mejora personal pero, ¿es ético, es exigible como derecho que alguien más esté obligado a invertir en mi educación? Lo que nos venden como el derecho a la educación, o derecho a la salud, en realidad requiere que a alguien más se le despoje de parte de lo que ha ganado, a través de un impuesto, para que el Estado me lo pueda proporcionar. Que el Estado me ofrezca educación o servicios de salud gratuitos, entonces, no es un derecho.


No digo que no sea necesario. Para desarrollarnos no sólo como sociedad, sino también como personas, lo ideal es que los integrantes de dicha sociedad sean individuos sanos, personas cultas y con oportunidades de progresar. Pero me parece que etiquetarlo todo de “derecho” le resta significado y valor al esfuerzo que una porción significativa de la población hace para que nuestra sociedad reciba este beneficio. Que haya, en las universidades públicas del país, “alumnos” que se han tomado más de una década para terminar una carrera o aspirantes rechazados indignados porque no los aceptan, pero que no cumplieron el mínimo de aprobar un examen de admisión; que haya personas que no siguen las recomendaciones del médico o no van al día con su esquema de vacunación; y que ninguno de ellos sienta o esté consciente del desperdicio que están causando porque “es su derecho”, a mi me parece verdaderamente exasperante.


Vuelvo al punto con el que empecé la entrada. La lingüística estructura nuestra manera de pensar, nuestra manera de actuar (Por eso se dice que la pluma es más poderosa que la espada) ¿Si en lugar de proteger el “derecho” intrínseco a la educación, el gobierno ofreciera el “privilegio” de estudiar? Un privilegio, algo precioso que se debe de cuidar, un honor que se debe proteger y no desperdiciar.
¿Podría cambiar México sólo con el cambio de una palabrita?

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Ineptitud por todos lados.

Hay dos maneras de alcanzar la etiqueta de buen gobernante:
La primera (y la ideal), es serlo a la derecha. Así de simple. Sin varitas mágicas, anteponer el bienestar de la ciudadanía, trabajar con la mente en el mediano y largo plazo atacando de el orígen de los problemas y no solamente los síntomas, siendo eficiente en la implementación de programas y servicios, todo esto mientras mantienes absoluta transparencia de las cuentas públicas (y las privadas). Gobernantes como estos pueden contarse con los dedos de una mano.

La segunda vía consiste en ser un extraordinario prestidigitador; una persona con el carisma para arrastrar la atención, el aplomo para mentir convincentemente y la inteligencia y habilidad para manejar tras bambalinas el delicado equilibrio en el que está montado todo el espectáculo. Este es el mago callejero que te roba el reloj y la cartera mientras eliges una carta. Creerás que fue un espectáculo maravilloso hasta que llegues a casa.
La etiqueta de “Buen Gobernante” le durará según cuanto tiempo pueda mantener el engaño y de qué tan conveniente sea para su sucesor que la tenga. A Juárez todavía se la cuelgan. A Salinas le duró mucho menos el gusto.

Aunque la historia moderna de México grita, de forma irrefutable, que la mayoría de los políticos nacionales se decantan por la segunda opción; soy optimista con respecto al futuro. La libertad de expresión, las comunicaciones de la era digital y las redes sociales, han demostrado que es cada vez más difícil mantener el engaño. La gente está mejor informada y hay mejores y más herramientas para desmentir a quien pretende engañar. Con el tiempo, la segunda opción dejará de ser viable, primero en los puestos de más visibilidad y sujetos a más escrutinios (como la presidencia) y luego en puestos de más bajo perfil, a través de la fotografía o el video de la burócrata prepotente o el diputado local que se quedó dormido.

En lo que esa transformación sucede, sin embargo, nos tocará vivir una triste transición: la de la ineptitud. Políticos y gobernantes que, acostumbrados a ser medianamente hábiles en la segunda vía como para prosperar mientras no sean el centro de atención, de pronto se verán sorprendidos sujetos a un escrutinio público al que no saben cómo reaccionar. Es el caso, creo, de Enrique Peña Nieto.

Peña es un político de la segunda vía que está completamente fuera de su elemento, excedido por la situación que lo rodea. Llegó a la presidencia con aires de estadista, a poner en marcha reformas que creímos que jamás veríamos en México y a recoger elogios de organismos y personalidades internacionales. Pero a pesar de todo su esfuerzo, la inercia de sus reformas sólo le dió para dos años. A la hora de entregar resultados o poner en marcha los acuerdos el gobierno de Peña se vio torpe, lento, incapaz.

Su cuarto informe de gobierno fue una sinfonía de verdades a medias, cifras convenientemente maquilladas y  mentiras completas o declaraciones incomprobables dichas frente a un grupo de jóvenes a modo y poco preparados para cuestionarle (¿Cómo formulan preguntas puntuales sobre un Informe que no han leído?)
Si no me cree, o aún no lo ha hecho, lo invito a que se pasee un momento por el maravilloso trabajo que Animal Político realizó para desmenuzar, hacer accesible y verificar la validez de dicho informe.

Sin nada de su gestión que valga la pena, la administración de Peña está especialmente vulnerable a los golpes mediáticos, como los de su tesis, la casa blanca, el departamento “prestado” a su esposa, entre otros. El manejo de esas crisis también ha dejado mucho que desear.

Falta de voluntad y de carácter para tomar la opción de hacer las cosas bien. Insuficiente habilidad para capotear el temporal y al menos dar la idea de progreso mientras oculta sus transas. Y como puñalada final, cinismo suficiente como para decirnos que “Lo bueno no se cuenta”, como si el error del mago fuera culpa de la audiencia.
Ni estadista, ni prestidigitador.  Lo de Peña es ineptitud por todos lados.