Probablemente no se haya enterado, porque no acapara reflectores como la versión con mayores de edad, pero en estos días (del 6 al 18 de octubre) se están llevando a cabo los Juegos Olímpicos de la Juventud en Buenos Aires, Argentina. La celebración juvenil, que tuvo su edición inaugural apenas en el 2010, es promovida por el Comité Olímpico Internacional y hoy da cabida a 3,600 atletas de entre 14 y 18 años y de todas partes del mundo.
No solo se trata de una justa deportiva; el desarrollo integral de los jóvenes atletas es primordial. Por ello, con cada edición, y de manera paralela, se presenta también un Programa de Cultura y Educación (CEP, por sus siglas en inglés). Por ejemplo, en su edición inagural, los estudiantes locales de Singapur montaron puestos en la “World Culture Village” representando a cada una de las 205 naciones participantes. Y los participantes tuvieron sesiones “Chat with Champions” donde escucharon pláticas inspiradoras ofrecidas por atletas olímpicos anteriores y actuales.
Es un programa extraordinario, multinacional y orientado a imprimir en nuestros jóvenes (los de la humanidad entera) el espíritu olímpico tan positivo y que tanta falta hace en el planeta hoy en día. Es un esfuerzo más por explorar los límites de la especie humana “Citius, Altius, Fortius”. "Más rápido, más alto, más fuerte"
Así que.. ¿Por qué? ¿Oh, por qué, cuando un fanático pregunta por el medallero, una institución que aboga por la superación continua y exalta la excelencia, sale con un desporpósito como este?
A pesar de su loable perspectiva cultural y educativa, los Juegos Olímpicos de la Juventud siguen siendo una justa deportiva, una competencia. Por definición las pruebas están diseñadas para enaltecer a quien más esfuerzo ha invertido en perfeccionar su disciplina, a quien tiene la tenacidad de seguir y mejor rinde El medallero funciona igual a un nivel colectivo. Se trata de reconocer a la nación que ha puesto los mejores medios y las mejores políticas para que sus atletas, su juventud, se desarrolle y crezca. Así, quienes se levantan victoriosos pueden servir de ejemplo e inspiración para el resto de nosotros.
Si no hay esa diferenciación clara entre quien consigue los resultados y quien no lo hace, nos estancamos como sociedad en un estadío de mediocridad pavoroso. ¿Para qué ser tan bueno como puedo ser, si de todas formas no me lo van a reconocer? ¿Para qué pasar por este árduo esfuerzo, si el resultado va a ser el mismo que el de quien no se esfuerza?
Desafortunadamente, se ha instalado en nuestra sociedad la absurda idea de que hay que proteger a nuestra infancia y juventud de cualquier adversidad y de cualquier contratiempo. Buscamos protegerlos de esos tempranos “traumas”; sin pensar que son esas mismas adversidades que enfrentamos de pequeños las que nos preparan para los grandes desafíos de la vida adulta.
Actualmente se premia cualquier cosa y se valora el esfuerzo por sí mismo y no por sus resultados. No estamos acostumbrados a perseverar por periodos de tiempo superiores a los cinco minutos, a persistir en las metas, alcanzarlas y sentirnos realizados por ello. Nos rodea una nauseabunda necesidad de inmediatez y un nefasto sentido de merecimiento absoluto por el mero hecho de participar y existir.
¿Por qué es importante?
Porque en la historia de la humanidad, nada que haya valido la pena se ha alcanzado sin apretar los dientes y continuar aunque las cosas se pongan difíciles. Porque es ese sentido de merecimiento el que tiene a millones esperando que papá gobierno les entregue la vida que creen merecer y votando por promesas y no por realidades. Porque es esa necesidad de inmediatez la que está detrás de miles de relaciones rotas porque conectar profundamente con otras personas cuesta trabajo y lleva tiempo que no estamos dispuestos a invertir. En fin, porque esta filosofía de “educar” en un ambiente estéril, hipoalergénico y seguro, nos tiene fregados.
Es indispensable que volvamos a educar a nuestros hijos en la adversidad, que convivan con ella y aprendan a sobrellevarla; que la abracen y la aprecien, porque sólo a través de ella demostrarán realmente quienes son y todo el potencial que tienen.
Es indispensable, pues, que retomemos el espíritu olímpico, descrito en palabras de uno de sus pioneros, el sacerdote dominico Louis Henri Didon:
"La vida es simple porque la lucha es simple. El buen luchador retrocede pero no abandona. Se doblega, pero no renuncia. Si lo imposible se levanta ante él, se desvía y va más lejos. Si le falta el aliento, descansa y espera. Si es puesto fuera de combate, anima a sus hermanos con la palabra y su presencia. Y hasta cuando todo parece derrumbarse ante él, la desesperación nunca le afectará."
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