Me costó trabajo empezar a escribir esta columna.
Tenía un tema y tenía un ángulo, pero por alguna razón las palabras se negaban a acomodarse. Había que batallar con cada frase y cuando la concluía y las miraba me parecían un feo remedo de lo que había intentado. Fierros viejos que se han doblado, martillado y soldado por la fuerza para formar algo medianamente funcional, pero absolutamente horrendo, falso, grotesco.
Me obligué a reevaluar mi aproximación. A hacer tarea de autoconciencia y a descubrir qué era lo que en mi interior no estaba funcionando. Descubrí preocupado que la pieza sobre Fátima que debía escribirse desde el dolor, desde el shock y la tristeza no estaba encontrando punto de apoyo, porque yo no sentía nada de eso. No realmente.
Me alejé del teclado. Un poquito sorprendido, un poquito asqueado.
En México la violencia y la muerte han sido compañeras constantes desde hace ya varios años; ciertamente más de una década. Es cosa de todos los días encender la televisión, visitar el portal de internet, o sintonizar la radio para escuchar noticias de narcomensajes, descuartizados, embolsados, desaparecidos… Sin ir más lejos, en septiembre de 2018 nos enteramos que aquí en Jalisco un tráiler con 157 cadáveres se había paseado por al menos tres municipios. Una caja refrigerada de la Fiscalía del Estado estacionada donde fuera y que resguardaba los cuerpos de personas sin identificar y que no cabían en las instalaciones del Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses.
Con este bombardeo de noticias, la reacción natural es endurecerse, dejar de sentir por el otro; cerrarse a la tragedia ajena para poder vivir el drama propio. En ese contexto ¿Por qué me sorprendía que no pudiera hablar de Fátima con dolor, shock o tristeza?
Cuando supe de Fátima la sumé a la lista de casos de terror que suceden en este país, a la estadística. No fue sino hasta que comenzó a ganar tracción el lunes en redes sociales que empecé a rumiar dedicarle este espacio semanal.
Y originalmente la pieza estaba pensada para ser un ataque a la indolencia presidencial. A la persona que desde Palacio Presidencial y cuando le presionan por acciones concretas para evitar tragedias como esta suelta un decálogo improvisado, les pide a las feministas que “no le pinten los muros y las puertas”, o las acusa de ser “enviadas de grupos de poder para afectarlo”
Pero al momento de escribir me quedé pensando. ¿Y no es el monigote que despacha en Palacio un reflejo de todos nosotros, que lo pusimos ahí? ¿No es su indiferencia un espejo de la nuestra?
Sientan, mexicanos. Esa es la tarea.
Para resolver las graves problemáticas del país tenemos que entenderlas. Y durante años los estudiosos de las Ciencias Sociales han pugnado por una aproximación fría y distanciada. Pero el ciudadano no puede darse esos lujos.
Para sentir esa presión por hallar soluciones cada día perdido nos tiene que doler, y para encontrar a alguien sensible, activo y propositivo a quien cruzarle la banda presidencial en el pecho tenemos que hacerlo brotar de entre nosotros, personas con esas características. Si con la tragedia de Fátima recuperamos eso, mexicanos, no encontraremos mejor manera de honrarla.
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