Creo que es la segunda vez que esta columna coincide con una declaración del presidente: “Tenemos que correr ciertos riesgos, como todo en la vida” dijo, respecto al regreso a clases presenciales para el ciclo escolar que inicia en septiembre. “No es sólo un asunto educativo, sino también social. Necesitamos que los niños no estén encerrados, que no estén sujetos sólo al Nintendo”
No le falta razón. Como con muchas otras cosas de nuestra “normalidad” que se han visto irremediablemente trastocadas, diecisiete meses de aislamiento ya tuvieron un impacto en nuestros niños y adolescentes. La profundidad y alcance de estos cambios no los alcanzaremos a medir sino hasta dentro de muchos años. Es imperativo que encontremos la manera de adaptarnos, como lo hemos hecho en otros ámbitos de la vida, para que nuestros niños puedan seguir desarrollando las herramientas sociales indispensables para vivir en comunidad, para que maduren su inteligencia emocional y sus habilidades interpersonales.
Siento que ahora mismo, más peligroso que el COVID, es la parálisis que el miedo al patógeno está generando en la sociedad. Para una enorme porción de la población, las únicas alternativas posibles son o el absoluto encierro hasta que la tormenta se calme por completo o la apertura indiscriminada y al diablo las consecuencias. Y si esos fueran mis horizontes, mexicanos, yo también estaría temblando en una esquina.
El tema es que después de 17 meses ya debería haberle quedado claro al menos entendido que lo que considerábamos “normal” hasta principios de 2020 ha quedado absolutamente obsoleto, impulsado por una revolución digital y en nuestras maneras de operar. Que hay que buscar maneras maneras de protegernos sin detenernos, o con mínima interferencia en nuestras actividades. Siempre y cuando abracemos esa responsabilidad individual y colectiva.
Y ahí es donde tengo diferencias con el titular del ejecutivo. Porque aunque su declaración es correcta, no llega a con la intención de impulsar la responsabilidad, sino de desembarazarse de la misma, de darle carpetazo al tema, lavarse las manos y pretender que ya quedó resuelto.
Porque podríamos tener un regreso seguro a clases, por ejemplo, si se decidieran a vacunar a los menores de edad. Los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC, en Estados Unidos) recomiendan que todas las personas de 12 años de edad o más se vacunen contra el COVID-19. Los niños de 12 años de edad o más puede recibir la vacuna contra el COVID-12 de Pfizer-BioNTech. Pero eso representa cargarle aún más la mano a una campaña de vacunación que avanza lento y se queda corta ante las necesidades reales. Prefieren lavarse las manos de esa responsabilidad y poner a Hugo López-Gatell a repetir como merolico que los niños no son especialmente vulnerables.
Podríamos tener un regreso seguro a clases, por ejemplo, si se habilitaran verdaderas medidas de prevención en las aulas y se invirtiera en las instalaciones para garantizar su limpieza. Pero en lugar de eso prefieren mandarle a cada plantel un litro de cloro, una jerga y tres cubrebocas para sentir que “cumplieron”.
Podríamos tener un regreso seguro a clases, si se hubiera vacunado al personal educativo con una vacuna adecuadamente probada y validada por las autoridades sanitarias, en lugar de hacerlo con un producto chino de dudosa calidad y que se adquirió a través de metodología turbia para engrosarle el bolsillo a algún político.
En fin, que sí, que tenemos que aprender a tomar riesgos. Pero hay de riesgos a riesgos. Y no me parece muy justo que el inquilino de Palacio decida poner en riesgo a millones de mexicanos porque no le da la gana cumplir con su responsabilidad más elemental.
¡Bonita cosa que un incompetente o incapaz decida a qué riesgos y cómo los voy a enfrentar!
No puedo evitar sino acordarme de otro personaje, también pequeñito pequeñito, pero afortunadamente ficticio, que con tal de conseguir lo que quiere declara muy orgulloso “Algunos tal vez mueran, pero es un sacrificio que estoy dispuesto a aceptar”
No bueno…
Addendum:
Por cierto, no sienta que se le cierra el mundo, o que se le acaban las opciones. Es esa apatía y desesperanza la que les permite a la clase política moverse a su antojo. Ya un juez federal ordenó ayer vacunar a un menor de 18 años contra Covid-19, primer caso del que se tiene registro público en la CDMX. El 31 de julio un juez de Querétaro ordenó vacunar a una menor de 16 años. Ambas declaraciones están en pugna, pero o nos hacemos responsables de nuestra propia reincorporación a la “normalidad” con las herramientas que tenemos a mano, o este gobierno nos las va a hacer pasar negras, mexicanos.
El hecho es que si bien no hay información contundente que concluya que los niños no tienen riesgos tan altos por COVID, tampoco hay de que no contagien a los adultos cercanos y/o que los mismos adultos concentrados alrededor de las escuelas y/o medios de transporte puedan incrementar la ola de contagios. La decisión tomada por el presidente efectivamente arriesga a todos, menos a él. Por otro lado, mientras los mexicanos no nos responsabilicemos tampoco vamos a mejorar: Los camiones están llenos de personas sin mascarillas, muchos adultos no se han querido vacunar y la creencia de que no pasa nada es alta, aún cuando casi todos hemos visto morir a alguien cercano por la enfermedad.
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